Contrahegemonías urbanas para transformar Madrid

Hace un par de semanas participamos en un encuentro organizado por el Círculo ‘Derecho a la ciudad’ de Podemos que, bajo la rúbrica ‘Reiniciar Madrid’, debía servir como espacio de debate para animar ideas en la alianza de Ganemos y Podemos, las formaciones que —de momento y bajo la denominación ‘Ahora Madrid’— confluyen en una candidatura conjunta de frente popular en las próximas elecciones al Ayuntamiento de Madrid. La discusión en el foro sobre urbanismo (había tres más, sobre democracia local, economía urbana, y derechos e inclusión social) fue animada, con una audiencia nutrida fundamentalmente por profesionales veteranos pero también con miembros del movimiento vecinal, la academia crítica y las propias formaciones políticas. En las intervenciones que lanzaron el debate me acompañaron Teresa Bonilla y Ángela Matesanz, además de Agustín Hernández Aja que coordinaba todo el encuentro. Reseño aquí la discusión no con ánimo de levantar acta del evento —los temas tratados fueron demasiados como para intentar una síntesis— sino más bien a modo de reflexión personal a partir de las ideas que estuvieron en la mesa y en relación con la perspectiva que intenté aportar al debate.

Lo mejor del debate: confirmar los síntomas que anuncian la madurez del contexto actual para forjar un encuentro entre el momento técnico, el momento social y el momento político en torno a la posibilidad de desarrollar un urbanismo alternativo al que ha sufrido Madrid en las últimas décadas. En efecto, la mayor parte de las ideas sobre la mesa estaban en sintonía con la reivindicación de un urbanismo ciudadano que vienen desarrollando las agrupaciones emergentes, que a su vez se hacen eco de demandas ya históricas de los movimientos sociales locales. Mis compañeras de mesa hicieron una exposición sucinta de dos de los elementos fundamentales de ese urbanismo por venir:

  • En una intervención contundente contra el Madrid de la especulación y el ladrillo, Teresa Bonilla defendió el bloqueo de todas las operaciones de nuevo desarrollo urbanístico previstas en el Plan General de 1997 (y sucesivas modificaciones) y una auditoría de las operaciones en marcha, una estrategia de control social para embridar el bloque inmobiliario local que debería verse complementada con una vuelta a los principios de gestión cercana al ciudadano que persiguió la primera fase del Plan General de 1985, en el que la propia Bonilla participó.
  • Como corolario natural de esta apuesta, la exposición de Ángela Matesanz abogó por una recuperación de la ciudad consolidada como campo de maniobras clave en el que habrá de jugarse la evolución futura de la ciudad de Madrid. Se requiere, según ella, una política integral de regeneración urbana destinada activamente a paliar las desigualdades sociales entre barrios, que han aumentado sustancialmente durante la crisis. Esa estrategia debe además posicionarse críticamente contra los giros recientes hacia una regeneración de corte gentrificador auspiciados a diversos niveles institucionales, tomando como objetivo principal la rehabilitación de la periferia histórica.

Creo que no me equivoco si afirmo que había en la sala un consenso generalizado en torno a estos argumentos y buena parte de las propuestas sugeridas durante la discusión posterior, entre ellas:

  • subsanación de las carencias de equipamientos y espacios verdes públicos en todos los barrios de Madrid, para asegurar la igualdad en el acceso a estos servicios básicos,
  • revisión de los convenios recientes para operaciones puntuales de reforma interior y renovación urbana,
  • recuperar la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo como un órgano estructural para una política progresista de vivienda social y promoción pública de suelo,
  • activar un observatorio de la desigualdad urbana para poder incidir en espacios vulnerables,
  • remodelar la estructura administrativa para propiciar un mayor contacto con la ciudadanía,
  • activar los Consejos Territoriales de Distrito como órganos de participación ciudadana,
  • conciliar el posicionamiento de Madrid en la red de ciudades globales con un urbanismo que garantice la dignidad humana,
  • creación de un Observatorio Ciudadano para poner en red los distintos espacios de reflexión urbanística de la sociedad civil, alcanzando también una relación no orgánica entre dicho observatorio y las instituciones públicas locales,
  • y un clásico en estos encuentros, la reestructuración de las formas de financiación local, para desligarlas de una vez por todas de la generación de beneficios inmobiliarios por la urbanización.

En fin, son sólo algunas de las ideas sobre la mesa, que rescato de la memoria para destacar los dos elementos cruciales del encuentro y del actual momento político. En primer lugar, el hecho de que casi todos estos argumentos son argumentos “con solera”. No se trata de ideas nuevas, están ahí antes de Podemos y Ganemos, antes del 15M y antes de la crisis; de hecho algunas ideas tienen más de 30 años de antigüedad y se remontan a los primeros urbanismos de la Transición. Las hemos visto aparecer una y otra vez en encuentros como el del otro día, en los últimos años y también, en el caso de los sectores más críticos, durante los “años dorados” del boom inmobiliario. El segundo aspecto a mi entender clave es que la actual coyuntura brinda al fin lo que siempre habíamos identificado como parte “faltante” en la eclosión de un urbanismo alternativo: una ciudadanía que lo demande y una voluntad política que lo implemente. En este sentido, como decía antes, el contexto actual parece el escenario propicio para la intersección de esos tres momentos hasta ahora desacoplados: el técnico —que tendría desde hace tiempo una batería de propuestas para combatir el despilfarro urbanístico y el armagedón inmobiliario que ha azotado a Madrid durante décadas—, el social y el político.

* * * * * * *

Mi intervención, en realidad, intentó problematizar este escenario a priori ideal, llevando la discusión un poco más allá, incluso más allá del marco de las políticas urbanas convencionales, explorando fenómenos menos evidentes. Porque, aun estando de acuerdo con mis compañeras de mesa y la audiencia en general en relación al diagnóstico y al tratamiento, creo que hay una serie de conflictos latentes que resultan inaccesibles para las propuestas del tipo de las señaladas arriba. Se trata, de algún modo, de campos ciegos para el discurso técnico, incluso cuando éste se formula en términos fundamentalmente críticos. Cuando uno observa tanto consenso técnico en torno a ciertas soluciones y modelos, lo natural es preguntarse: si parece tan obvio, si todas estas alternativas caen por su propio peso como vías lógicas para construir una ciudad más justa, ¿por qué no han funcionado hasta ahora? ¿Por qué no han surtido efecto antes y por qué habrían de salir adelante en el escenario actual?

Hasta ahora la respuesta a este dilema en este tipo de encuentros era, como he dicho, culpar a la falta de voluntad política y, por extensión, a la falta de movilización y conciencia ciudadana en torno a la problemática urbana. Por supuesto esta contradicción puede explicarse en términos clásicos como un caso típico de hegemonía: la concurrencia de una amplia mayoría social en un proyecto político que a medio y largo plazo contradice “objetivamente” sus intereses como clase o grupo social; una concurrencia o apoyo que en todo caso permite a una élite gobernar a través del consenso, pilotar ese proyecto hasta sus últimas consecuencias. Decía Gramsci que aunque el estado tiene un rol central en la producción de hegemonía, esa batalla se juega principalmente fuera de las instituciones de la administración pública — entre otras, las instituciones de la sociedad civil, la prensa, la cultura… y también la ciudad, la arquitectura, la configuración del medio construido.

Desde ese punto de vista resulta fácil establecer vínculos entre la teoría y lo que ha sucedido en el urbanismo de Madrid —y de todo el país— en las últimas décadas: ¿no ha sido la fiebre inmobiliaria un proyecto de acumulación que, aun urdido por instituciones y élites nacionales y europeas, ha terminado galvanizando la imaginación de una amplia mayoría de ciudadanos comunes? Cuenten, por ejemplo, el número de personas conocidas que decidieron adquirir una segunda vivienda como inversión; que dejaron sus zapaterías, fruterías y negocios tradicionales para convertirse en “operadores” urbanísticos; que decidieron pasarse del alquiler a la propiedad alentados por las expectativas de crecimiento infinito de los precios. En efecto, la ciudad y el urbanismo han servido de vehículos para asegurar una hegemonía que ofrecía un horizonte de prosperidad nacional inagotable. No es que los ciudadanos vivieran por encima de sus posibilidades — es que se les ofreció y garantizó la perspectiva feliz de un crecimiento exuberante e indefinido… o, para emplear un término atractivo hasta hace poco, “olímpico”. Como todas, esa hegemonía se sustentó sobre una serie de imágenes e ideas extremadamente simples pero también tremendamente eficaces en la producción de un sentido común urbano, un imaginario colectivo articulado en una serie de nociones que naturalizaban y normalizaban una de las formaciones posibles de la vida social en la ciudad. Seguro que esas ideas resuenan aún en su memoria: “alquilar es tirar el dinero”, “el alto precio de la vivienda se debe a la escasez de oferta”, “no sólo la propiedad, sino también el beneficio inmobiliario es un derecho natural”…

A medida que se desvanecía el espejismo de prosperidad nacional sustentado en el ladrillo, la crisis ha barrido esta cadena algo torpe de “verdades autoevidentes”. Con ello ha comenzado a derrumbarse esa hegemonía económica y política que tan bien conocemos, la que construyó la ciudad como espacio de acumulación inmobiliaria y mecanismo especulativo. Mi problema fundamental —y aquí llego al centro de la problemática que intenté exponer en el encuentro del otro día— es que creo que ésta es sólo una manifestación superficial y coyuntural de la inscripción de la hegemonía en nuestras formaciones urbanas, en particular en la ciudad de Madrid. Por así decirlo, la crisis ha erosionado sólo la capa más obvia de esa hegemonía urbana, dejando intactos los estratos más profundos a través de los cuales se preserva la dominación de clase y el uso del espacio como instrumento privilegiado de ese ejercicio de dominación. La mayor parte de las políticas alternativas que se propusieron durante el encuentro, debatidas durante años y ahora por fin confirmadas por el apoyo popular y una voluntad política que las respalde incidirían en realidad sólo en este nivel superficial, dejando inalterados los procedimientos más profundos por los cuales otras formas de ‘sentido común urbano’ modulan nuestra organización metropolitana y nuestra experiencia urbana. En consecuencia, si realmente queremos tomar el actual momento político como oportunidad para articular un programa radical de políticas espaciales debemos explorar esos estratos más profundos de la hegemonía urbana, incluso si eso nos lleva a poner en tela de juicio los propios instrumentos y procedimientos que hemos empleado hasta ahora como urbanistas y planificadores.

Me refiero a manifestaciones más estructurales y profundas de hegemonía. Esas, por ejemplo, que construyen y naturalizan una formación urbana segregada —la ciudad desigual, la ciudad excluyente—, que nos hacen aceptar como normal una ciudad en que la población está segmentada y distribuida en términos de renta, donde parece inevitable que coexistan en paralelo mundos urbanos totalmente distintos sin apenas comunicarse, a pesar de su colindancia. Esas formas de hegemonía que nos hacen asumir como normal que se nos haya asignado un lugar, un área de movimiento, un rol en la ciudad, con escaso margen de maniobra. Manifestaciones cotidianas de una hegemonía no aparente que construyen una ciudad orquestada, heterodirigida; que producen nuestro comportamiento en el espacio público como una coreografía pasiva, gregaria, en la que queda inhibida la interacción con otros individuos o con el propio espacio que ocupamos. Una forma de concebir la ciudad que la recrea como un objeto que nos limitamos a consumir, aceptando que otros la produzcan para nosotros, limitando casi totalmente nuestra capacidad para crear y ser ciudad. Expresiones de hegemonía que naturalizan esa forma de indiferencia socioespacial hasta el punto de que algunos se sienten molestos ante los procesos emergentes de reapropiación del espacio —de las manifestaciones a apropiaciones cotidianas como las desplegadas por la población migrante— y sugieren que las calles deberían privatizarse para evitarlos.

¿Cómo movilizar el urbanismo para combatir y desmantelar esas formas de hegemonía más profundas? Y, más concretamente, ¿cómo articular ese proyecto en el marco de un programa de gobierno?

En mi opinión es aquí donde puede ayudar un acercamiento a esta problemática de corte más académico. Durante años, como urbanista en ejercicio profesional, me esforcé junto a diversos colegas en utilizar las herramientas más o menos convencionales de la planificación urbana para intentar propiciar escenarios favorables al surgimiento de espacios de emancipación a nivel de la vida cotidiana — he de confesar que, en la mayor parte de los casos, con escaso éxito. No veíamos en ese momento algo que un trabajo de tipo más teórico-científico, en particular la investigación histórica, ayuda a comprender: que las herramientas que empleábamos habían sido concebidas en realidad para fines muy distintos; en el mejor de los casos para dar respuesta a problemas radicalmente heterogéneos, en el peor precisamente para bloquear y suprimir el tipo de dinámicas de apertura del espacio social que nosotros intentábamos alentar. Quiero decir con esto que cualquier proyecto de reconstrucción del espacio urbano como territorio de emancipación colectiva deberá por fuerza re-operacionalizar, refutar o prescindir de parte de las herramientas y marcos disponibles en el ejercicio convencional del urbanismo.

Con ello no quiero decir que debamos deshacernos totalmente de un instrumental institucional que se ha construido durante casi dos siglos y que, en sus mejores momentos, ha servido para paliar los aspectos más perversos del desarrollo espacial desigual inherente al capitalismo, es decir, para crear formaciones territoriales menos injustas. Pero si queremos caminar hacia un horizonte urbano realmente liberador debemos sin duda complementar el uso progresista de parte de ese instrumental técnico con la reimaginación radical de las herramientas y marcos legales empleados hasta ahora, la ideación de nuevos aparatos de gobierno de los procesos urbanos y, sobre todo, con una apuesta decidida por una estrategia que camine hacia la des-estatalización del espacio social en el medio y largo plazo, al menos en la escala de barrio, abriendo la senda a formas de urbanismo autónomo y autogestionado.

En este sentido, concluí mi intervención en la ronda de discusión posterior a las presentaciones sugiriendo que cualquier programa de frente popular para la administración local debería medir e integrar distintos tiempos políticos en una estrategia a varios niveles, empleando distintos momentos políticos para redefinir el panorama del urbanismo madrileño:

  • En el corto plazo, como momento ‘recuperador’ de un urbanismo neo-fordista —a modo de propuesta de mínimos— deberían integrarse todas esas políticas que antes refería como obvias y en torno a las cuales existe un consenso general tanto técnico como, crecientemente, ciudadano. Una agenda de políticas urbanas para acabar con la ciudad especulativa y la mercantilización del espacio social.
  • En el medio plazo, como momento ‘progresista’ de un urbanismo reformador, deberían ponerse en marcha una serie de iniciativas encaminadas a rearticular selectivamente los marcos y técnicas de planeamiento heredados —de la ley del suelo a los propios criterios de diseño, políticas de distribución de equipamientos y servicios, etc.— y a idear nuevas herramientas que permitan acabar con las desigualdades socioespaciales. Una táctica regulatoria para acabar con la ciudad segregada y la exclusión social.
  • En el largo plazo, como momento ‘diferencial’ —en el sentido lefebvriano del término— y revolucionario de un urbanismo basado en el principio de democracia radical, la administración debería acometer un proceso reflexivo-crítico para garantizar la cesión de prerrogativas a la ciudadanía, protegiendo y propiciando la proliferación de espacios autónomos que pongan en marcha sus propios urbanismos populares. Se trataría de articular el marco para una paulatina colonización del estado por la sociedad civil a nivel local y sub-local, a través, entre otros, de planes de barrio autogestionados iniciados y autogestionados por la propia ciudadanía. Una estrategia de disolución estatal para la emergencia del común en la que el Ayuntamiento operaría como ‘guardia nocturno’, actuando sólo como escudo institucional para proteger ese común de las distintas agresiones que pudiera sufrir por parte de mercados, agentes desestabilizadores, etc.

En definitiva, se trata de explorar formas eficaces para articular políticas urbanas y urbanismo autónomo en un horizonte en el que la vida urbana, entendida en clave lefebvriana como oportunidad para la realización plena del ser humano, pudiera comenzar a caminar.

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1 Response to Contrahegemonías urbanas para transformar Madrid

  1. Keith Harris says:

    Reblogueó esto en My Desiring-Machinesy comentado:
    bookmarking to read and perhaps translate…

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