Pues allí estuve, escuchando a Doreen Massey junto a sus anfitriones barceloneses, Abel Albet y Nuria Benach, y compartiendo después debates en torno a una cena improvisada en Lavapiés. La conferencia no defraudó y a muchos nos sorprendió oir a Doreen impartirla en un castellano casi perfecto (sabíamos de su participación y compromiso en numerosos proyectos latinoamericanos, pero es raro encontrar anglosajones que deseen realizar el esfuerzo de expresarse en otro idioma).
Tal y como prometía la convocatoria, la charla intentó esclarecer los motivos por los que el espacio, las prácticas e imaginarios geográficos, son importantes para pensar la política — especialmente en la actual situación de crisis y enfrentándonos a profundos cambios en nuestros modos de gobierno y en la perspectiva de una reestructuración económica y del mercado de trabajo (triste expresión, lo sé) que, como siempre, se producirá también en y a través del espacio, en un nuevo paso en el proceso de desarrollo regional desigual. Massey nos habló de las ‘trampas geográficas’ implícitas en los discursos construidos en torno a la crisis actual: la estigmatización de los países del sur (ahora no sólo global, sino también del sur europeo) y de los sectores de población más golpeados por la crisis y dependientes de la asistencia pública. Estas mascaradas espaciales esconden, según Massey, una estrategia hegemónica muy concreta y representan un peligro para la construcción de una política progresista a nivel internacional (el enfrentamiento de los pueblos) o local (la fragmentación de las clases trabajadoras). Siguió un fascinante recorrido por casos, ejemplos e hipótesis que, al más puro estilo Massey, mezclaban observaciones cotidianas y muestras de los imaginarios espaciales populares con cortes teóricos profundos empleando a pensadores como Derrida, Bergson, etc. En el remate Doreen volvió a su idea de que el espacio es la dimensión de la multiplicidad, de la coexistencia radical e irreducible, de la necesidad de reconocer y negociar las posiciones de lugar con el otro — y por tanto la categoría analítica que mejor nos permite pensar una política del encuentro en términos progresistas.
Siguieron, como decía, conversaciones animadas alrededor de unas cervezas, vinos y tapas. Más allá del placer de debatir con ella, pude apreciar, una vez más, esa envidiable fuerza que caracteriza a algunos de los miembros de esta generación nacida en los 1940s, cuya energía no decae y sigue expresándose en una agudeza que mezcla inteligencia y sensatez, aportando discursos complejos y sofisticados sin perder su sentido común (en todas las acepciones de este término).

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